sábado, 21 de enero de 2017

El Chapulín Colorado: la identidad del tercer mundo y el parteaguas de la TV


Un antihéroe que se transformó en héroe

El Chapulín Colorado: la identidad del tercer mundo y el parteaguas de la televisión

Daniel Lares Muñoz

*Artículo publicado originalmente en la revista Coincidir Letras No 19.

Si hay un personaje popular que resuma la cosmogonía del mexicano común, ése podría ser El Chapulín Colorado, creación de Roberto Gómez Bolaños. El personaje de vestimenta bicolor propuesto inicialmente como una sátira a los superhéroes originados en la meca mundial del espectáculo, pronto sería reclamado como símbolo propio por el inconsciente colectivo nacional y la convulsa América Latina del último cuarto del siglo XX. Los de factura estadounidense encarnan las virtudes de su espejo idealizado: grandes, fuertes, poderosos, cosmopolitas, jóvenes y potenciales portadas de cualquier magazine.

El nuestro, una inconfesable visión de rasgos subyacentes de contraposición con ese primer mundo: delgado, bajo, torpe, miedoso y de aspecto ordinario, pero eso sí, bondadoso (“su escudo es un corazón”) y desprovisto de la soberbia de los ídolos yankees. Nuestro personaje del subdesarrollo enfrenta adversidades a pulso de la inercia y resuelve sus conflictos con la bendición de la casualidad. A Supermán se le mira hacia arriba, a El Chapulín hacia abajo. Batman causa admiración, El Chapulín entraña compasión.

Es a este serial, al que inmediatamente le seguiría El Chavo (con mayor popularidad), y no a la telenovela, al que la televisión mexicana le debe su boyante incursión en los mercados internacionales, donde todavía goza de una posición preponderante. El personaje surgido en 1970, aterrizó primero casi por casualidad en Guatemala y posteriormente en Ecuador para, entonces sí, diseminar el boom de la chespirimanía en toda la región de Centro y Sudamérica; su último capítulo (como programa unitario) se presentaría para la segunda mitad de 1979, aunque esporádicamente lo seguiría representando dentro del programa “Chespirito” hasta 1992.




“Más acción que palabras”

Así definía la progresión entre la radio y la televisión, el antiguo guionista de la agencia publicitaria Darci, luego exitoso creativo en la XEW y posteriormente escritor de cabecera de Cómicos y canciones y El estudio de Pedro Vargas, los programas cómicos de mayor audiencia de la naciente televisión entre 1960 a 1965. El Chapulín Colorado consolidaba la marca distintiva de Gómez Bolaños: comedia hiperligera, frases reiterativas (de confección publicitaria), gags retomados del aporte de Chaplin y Keaton en el cine, anécdotas argumentales sencillas y un inalterable cuadro de actores alternando roles tipo. Aunque en realidad uno de los éxitos perentorios atribuibles a Gómez Bolaños, como comediante televisivo, es haber transmutado de la comedia monologuista a una comedia de conjunto, donde la acción y la reacción —tan dominadas por el sitcom norteamericano— son los elementos que brillan notablemente en el resultado final por encima de sus coterráneos e incluso de mucho de sus predecesores. Aunado a ello, es quien mejor hace uso del lenguaje audiovisual y de las posibilidades del pregrabado, surgido tras la aparición del videotape.


Para muestra un pequeño ejercicio de comparación. A diferencia de producciones de comedia de ficción contemporáneas como “Los Polivoces”, cuya base verificable parte del texto (de Mauricio Kleiff) y cobra vida en la pantalla con las caracterizaciones de los personajes interpretados con talento por Enrique Cuenca y Eduardo Manzano, visualmente la dirección de cámaras tiende sólo a registrar por automático lo que se representa frente a ella en modestos sets funcionalistas con hechura más bien teatral. No es detectable alguna configuración consistente en la producción visual. Lo mismo sucede con otros programas del mismo corte, como “El Comanche” (también autoría de Kleiff), “Ensalada de locos” o “El show del Loco Valdés” que se suscriben —éstos últimos— más bien al tempo del género de variedades.


En cambio, en la mejor época (que fue precisamente la de los setenta) de El Chapulín Colorado y, particularmente, de El Chavo, las cámaras acentúan expresiones-reacciones de los actores y permiten ver marcadamente la descripción de la acción física (golpes, cubetazos, cachetadas, etcétera). Mérito al que seguramente contribuyó el impecable productor Enrique Segoviano (Odisea Burbujas, Anabel) que durante un tiempo co-dirigió y produjo los seriales de Gómez Bolaños. Detalles que no eran comunes en una televisión hispana que para entonces descubría formas y lenguajes. Lo cual refiere a un trabajo que no es producto de la casualidad, sino más bien el resultado de una realización previa, detallada, tanto como consciente de la presencia e impacto de las cámaras y de su diferenciación morfológica con respecto al cine.


En el transcurso de sus temporadas y apoyado por el éxito, Gómez Bolaños debió aprovechar las posibilidades escénicas que le permitía el personaje. Como producción televisiva, El Chapulín Colorado tuvo los elementos más que suficientes para convertirse en un unitario de alto —sino es que el de mayor— presupuesto de su época. Y así pudo montar, casi siempre bajo el techo de los viejos estudios cinematográficos de San Ángel Inn y otrora sede del canal 8 de TIM, escenografías de conjunto que iban desde una fangosa selva hasta la azotea de un edificio, desde un hotel hasta el espacio sideral; ambientes que demostraban el carácter ubicuo de un personaje a la espera de aparecer tras la frase evocativa del amparo popular “¿Y ahora, quién podrá defenderme?”




El Chapulín, el rey del Chroma key

Siendo un rasgo distintivo de los episodios de El Chapulín, es extraño no encontrar documentos que aborden este aspecto del serial: el uso exponencial de una novedosa tecnología que sólo la televisión cromática hizo posible, el Chroma Key. A diferencia de la técnica actual, que sustituye un fondo uniforme en una computadora, aquélla se realizaba contraponiendo las tomas de cámaras habilitadas en sets simultáneos: el real y el virtual, compuesto por nada más que una pantalla azul. Al ser éste un color primario de la televisión, la sustitución electrónica eliminaba el color dominante por el fondo deseado, técnica que dotó de posibilidades prácticamente infinitas.

De esa manera, El Chapulín Colorado pudo aparecer en la pantalla volando y hacerse pequeño con las famosas pastillas de ‘chiquitolina’. Efectos que ahora, con el paso del tiempo, nos parecen rudimentarios y anacrónicos. No por nada se dice que los estadounidenses le dedicaron vía Los Simpson una parodia encarnada en el personaje del abejorro de la televisora local de Springfield, pero en aquella época representó todo un reto que sólo eran capaces de realizar los grandes centros de producción, como ya lo empezaban a ser los estudios de Televisa San Ángel, cuyos recursos sólo eran equiparables a los de un puñado de similares de la panregión. Para contextualizar lo anterior, añádase que para finales de los 70 todavía había países del cono sur que transmitían la serie en blanco y negro.




Un héroe en tiempos convulsos

Para la segunda mitad de los setenta, El Chapulín Colorado y El Chavo eran más que un fenómeno de audiencia en casi todos los países del continente. Una ligera radiografía política del momento contextualiza el innegable éxito: en Nicaragua, se vivían las postrimerías de la dinastía Somoza; en Brasil, palpitaba el cuarto gobierno de la rígida dictadura militar con Ernesto Geisel; en la Argentina, se consumaba el golpe militar encabezado por Jorge Rafael Videla; en Chile, un Augusto Pinochet en la presidencia.


Ahí, en 1977 y en medio de un bloqueo de varios países, Roberto Gómez Bolaños y su elenco reunían en un lleno doble sin precedentes a 80 mil personas en el Estadio Nacional de Santiago, como testimonio se encuentran los videos de Televisión Nacional en los que se pueden ver a miles de chilenos disputando por tocar al (su) ídolo. El héroe que les hablaba en su idioma es recibido como en arena propia para verse laureado como nunca a nadie, con el júbilo de las masas que responden a la catarsis multitudinaria de cada semana.

En México, tras la salida del poder de Luis Echeverría, generaciones consecutivas crecerían en medio de una cultura de crisis concatenadas de la mano de los personajes de Gómez Bolaños. Quién mejor que la televisión directa, cotidiana y gratuita para mitigar aquellos vacíos colectivos. Ahí sí que había quién podía ayudarles.




El Chapulín, Chespirito y la nostalgia por el pasado

Es poco probable que en la televisión de la actualidad un talento manifiesto como el de Gómez Bolaños, hoy aupado en leyenda, pudiera durar veinticinco años al aire como él llegó a hacerlo en el canal 2. A éste le tocó una televisión estrictamente monopólica y de carácter estático en su país de origen; muy poca producción en español que pudiera hacerle sombra en las naciones donde llegó a transmitirse; una limitada oferta de referentes extranjeros en las pantallas latinas que aunque de mejor factura, el factor lingüístico y el aspecto cultural hacían justificable cualquier diferencia expuesta ante la gran audiencia.

Y para cuando la televisión de paga empezaba a masificarse, el creativo ya era un viejo conocido y tenía bien ganado un lugar hegemónico, con sólidas e ineludibles raíces emocionales dentro de la cultura popular de varias generaciones; una corona, hay que añadirlo, reservada para muy pocos. El Chapulín Colorado es el ejemplo representativo de lo que sostiene a programaciones exitosas en la televisión de frecuencia abierta, se ancló en tradición y se hizo hábito.


No es extraño que surja la pregunta ¿qué lo hace vigente aún en los tiempos que corren de voracidad y mayor apertura mediática? La respuesta se puede hallar en varias aristas. En primera, el factor nostalgia, las raíces emocionales con las que se relacionan sus personajes con la audiencia; en segunda, el aspecto que tanto se le ha regateado, Chespirito —el creativo— no sólo supo crear un lenguaje distintivo de comunicación, sino que también encontró, guste o no, una dramaturgia televisiva propia, que si bien pudiera pecar de sencilla, revisada a conciencia en sus mejores momentos, resulta conocedora y hábil en el manejo del lenguaje televisivo y de los resortes que caracterizan a toda comedia imperecedera; y en tercera, es en la constitución de sus personajes donde podemos encontrar una eficaz sustitución del ciudadano ordinario (revísese El Chavo), que no es otro sino para el que estaba finalmente destinado.


Chespirito es ante todo, sí un máximo comediante televisivo de su tiempo, pero también un eficaz comunicador que hasta el colmo del agotamiento explotó su marca inventiva y una fórmula propia. El inciso que acaso valdría añadir es el  de las referencias equiparables no sólo del pasado sino presentes. ¿Qué programas, qué cómicos, qué escritores, qué personajes de la actualidad pudieran presentarse como los sucesores de aquella herencia? ¿Quién o quiénes serán los próximos referentes ineludibles de la comedia popular televisada, los responsables de la catarsis multitudinaria de cada semana, no digamos los embajadores de nuestra mexicanidad en el exterior?

Parafraseemos aquel viejo adagio político que sentencia que “cuando lo presente no supera sus expectativas, siempre queda la nostalgia por el pasado”. En medio de una televisión que se resiste a innovar, que se recicla todo el tiempo y que ha reducido a los escritores al crédito de “adaptadores” de éxitos probados en el extranjero, quizá podríamos preguntarnos si un Gómez Bolaños, como aquél que en los cincuenta del siglo pasado se formaba en la fila de aspirantes a escritores, sería recibido (por no decir promovido) en San Ángel o en el Ajusco. Entonces sí que cabría invocar aquella frase de “¿Y ahora, quién podrá ayudarnos?”

1 60 años de historias y estrellas, personajes que han dado vida al canal de las estrellas, México: Editorial Tvynovelas, 2011.
2 Roberto Gómez Bolaños “Chespirito”, canal Bio, Discovery Networks, 2012.
3 Visita de Chespirito a Chile, TVN, 1977.

4 A inicios de 2012, la COFETEL informó en su Documento de Referencia, que México suma 10.9 millones de suscriptores de televisión de paga, lo que representa un alcance de un tercio de la población nacional.

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