Un antihéroe que se transformó en héroe
El Chapulín Colorado: la identidad del tercer mundo y el parteaguas de la televisión
Daniel Lares Muñoz
*Artículo publicado originalmente en la revista Coincidir Letras No 19.
Si
hay un personaje popular que resuma la cosmogonía del mexicano común, ése
podría ser El Chapulín Colorado, creación de Roberto Gómez Bolaños. El
personaje de vestimenta bicolor propuesto inicialmente como una sátira a los
superhéroes originados en la meca mundial del espectáculo, pronto sería
reclamado como símbolo propio por el inconsciente colectivo nacional y la
convulsa América Latina del último cuarto del siglo XX. Los de factura
estadounidense encarnan las virtudes de su espejo idealizado: grandes, fuertes,
poderosos, cosmopolitas, jóvenes y potenciales portadas de cualquier magazine.
El
nuestro, una inconfesable visión de rasgos subyacentes de contraposición con
ese primer mundo: delgado, bajo, torpe, miedoso y de aspecto ordinario, pero
eso sí, bondadoso (“su escudo es un corazón”) y desprovisto de la soberbia de
los ídolos yankees. Nuestro personaje
del subdesarrollo enfrenta adversidades a pulso de la inercia y resuelve sus
conflictos con la bendición de la casualidad. A Supermán se le mira hacia
arriba, a El Chapulín hacia abajo. Batman causa admiración, El Chapulín entraña
compasión.
Es
a este serial, al que inmediatamente le seguiría El Chavo (con mayor
popularidad), y no a la telenovela, al que la televisión mexicana le debe su
boyante incursión en los mercados internacionales, donde todavía goza de una
posición preponderante. El personaje surgido en 1970, aterrizó primero casi por
casualidad en Guatemala y posteriormente en Ecuador para, entonces sí,
diseminar el boom de la chespirimanía en
toda la región de Centro y Sudamérica; su último capítulo (como programa
unitario) se presentaría para la segunda mitad de 1979, aunque esporádicamente
lo seguiría representando dentro del programa “Chespirito” hasta 1992.
“Más acción que
palabras”
Así
definía la progresión entre la radio y la televisión, el antiguo guionista de
la agencia publicitaria Darci, luego exitoso creativo en la XEW y
posteriormente escritor de cabecera de Cómicos y canciones y El estudio de
Pedro Vargas, los programas cómicos de mayor audiencia de la naciente
televisión entre 1960 a 1965. El Chapulín Colorado consolidaba la marca
distintiva de Gómez Bolaños: comedia hiperligera, frases reiterativas (de
confección publicitaria), gags
retomados del aporte de Chaplin y Keaton en el cine, anécdotas argumentales
sencillas y un inalterable cuadro de actores alternando roles tipo. Aunque en
realidad uno de los éxitos perentorios atribuibles a Gómez Bolaños, como
comediante televisivo, es haber transmutado de la comedia monologuista a una
comedia de conjunto, donde la acción y la reacción —tan dominadas por el sitcom
norteamericano— son los elementos que brillan notablemente en el resultado
final por encima de sus coterráneos e incluso de mucho de sus predecesores.
Aunado a ello, es quien mejor hace uso del lenguaje audiovisual y de las
posibilidades del pregrabado, surgido tras la aparición del videotape.
Para
muestra un pequeño ejercicio de comparación. A diferencia de producciones de
comedia de ficción contemporáneas como “Los Polivoces”, cuya base verificable
parte del texto (de Mauricio Kleiff) y cobra vida en la pantalla con las
caracterizaciones de los personajes interpretados con talento por Enrique
Cuenca y Eduardo Manzano, visualmente la dirección de cámaras tiende sólo a
registrar por automático lo que se representa frente a ella en modestos sets
funcionalistas con hechura más bien teatral. No es detectable alguna
configuración consistente en la producción visual. Lo mismo sucede con otros
programas del mismo corte, como “El Comanche” (también autoría de Kleiff), “Ensalada
de locos” o “El show del Loco Valdés” que se suscriben —éstos últimos— más bien
al tempo del género de variedades.
En
cambio, en la mejor época (que fue precisamente la de los setenta) de El Chapulín Colorado y, particularmente,
de El Chavo, las cámaras acentúan
expresiones-reacciones de los actores y permiten ver marcadamente la
descripción de la acción física (golpes, cubetazos, cachetadas, etcétera).
Mérito al que seguramente contribuyó el impecable productor Enrique Segoviano
(Odisea Burbujas, Anabel) que durante un tiempo co-dirigió y produjo los
seriales de Gómez Bolaños. Detalles que no eran comunes en una televisión
hispana que para entonces descubría formas y lenguajes. Lo cual refiere a un
trabajo que no es producto de la casualidad, sino más bien el resultado de una
realización previa, detallada, tanto como consciente de la presencia e impacto
de las cámaras y de su diferenciación morfológica con respecto al cine.
En
el transcurso de sus temporadas y apoyado por el éxito, Gómez Bolaños debió
aprovechar las posibilidades escénicas que le permitía el personaje. Como
producción televisiva, El Chapulín Colorado tuvo los elementos más que
suficientes para convertirse en un unitario de alto —sino es que el de mayor—
presupuesto de su época. Y así pudo montar, casi siempre bajo el techo de los
viejos estudios cinematográficos de San Ángel Inn y otrora sede del canal 8 de
TIM, escenografías de conjunto que iban desde una fangosa selva hasta la azotea
de un edificio, desde un hotel hasta el espacio sideral; ambientes que
demostraban el carácter ubicuo de un personaje a la espera de aparecer tras la
frase evocativa del amparo popular “¿Y ahora, quién podrá defenderme?”
El Chapulín, el rey del
Chroma key
Siendo
un rasgo distintivo de los episodios de El
Chapulín, es extraño no encontrar documentos que aborden este aspecto del
serial: el uso exponencial de una novedosa tecnología que sólo la televisión
cromática hizo posible, el Chroma Key.
A diferencia de la técnica actual, que sustituye un fondo uniforme en una
computadora, aquélla se realizaba contraponiendo las tomas de cámaras
habilitadas en sets simultáneos: el real y el virtual, compuesto por nada más
que una pantalla azul. Al ser éste un color primario de la televisión, la
sustitución electrónica eliminaba el color dominante por el fondo deseado,
técnica que dotó de posibilidades prácticamente infinitas.
De
esa manera, El Chapulín Colorado pudo aparecer en la pantalla volando y hacerse
pequeño con las famosas pastillas de ‘chiquitolina’. Efectos que ahora, con el
paso del tiempo, nos parecen rudimentarios y anacrónicos. No por nada se dice
que los estadounidenses le dedicaron vía Los Simpson una parodia encarnada en
el personaje del abejorro de la televisora local de Springfield, pero en
aquella época representó todo un reto que sólo eran capaces de realizar los
grandes centros de producción, como ya lo empezaban a ser los estudios de
Televisa San Ángel, cuyos recursos sólo eran equiparables a los de un puñado de
similares de la panregión. Para contextualizar lo anterior, añádase que para
finales de los 70 todavía había países del cono sur que transmitían la serie en
blanco y negro.
Un héroe en tiempos
convulsos
Para
la segunda mitad de los setenta, El
Chapulín Colorado y El Chavo
eran más que un fenómeno de audiencia en casi todos los países del continente.
Una ligera radiografía política del momento contextualiza el innegable éxito:
en Nicaragua, se vivían las postrimerías de la dinastía Somoza; en Brasil,
palpitaba el cuarto gobierno de la rígida dictadura militar con Ernesto Geisel;
en la Argentina, se consumaba el golpe militar encabezado por Jorge Rafael
Videla; en Chile, un Augusto Pinochet en la presidencia.
Ahí,
en 1977 y en medio de un bloqueo de varios países, Roberto Gómez Bolaños y su
elenco reunían en un lleno doble sin precedentes a 80 mil personas en el
Estadio Nacional de Santiago, como testimonio se encuentran los videos de
Televisión Nacional en los que se pueden ver a miles de chilenos disputando por
tocar al (su) ídolo. El héroe que les hablaba en su idioma es recibido como en
arena propia para verse laureado como nunca a nadie, con el júbilo de las masas
que responden a la catarsis multitudinaria de cada semana.
En
México, tras la salida del poder de Luis Echeverría, generaciones consecutivas
crecerían en medio de una cultura de crisis concatenadas de la mano de los
personajes de Gómez Bolaños. Quién mejor que la televisión directa, cotidiana y
gratuita para mitigar aquellos vacíos colectivos. Ahí sí que había quién podía
ayudarles.
El Chapulín, Chespirito
y la nostalgia por el pasado
Es
poco probable que en la televisión de la actualidad un talento manifiesto como
el de Gómez Bolaños, hoy aupado en leyenda, pudiera durar veinticinco años al
aire como él llegó a hacerlo en el canal 2. A éste le tocó una televisión
estrictamente monopólica y de carácter estático en su país de origen; muy poca
producción en español que pudiera hacerle sombra en las naciones donde llegó a
transmitirse; una limitada oferta de referentes extranjeros en las pantallas
latinas que aunque de mejor factura, el factor lingüístico y el aspecto
cultural hacían justificable cualquier diferencia expuesta ante la gran
audiencia.
Y
para cuando la televisión de paga empezaba a masificarse, el creativo ya era
un viejo conocido y tenía bien ganado un lugar hegemónico, con sólidas e
ineludibles raíces emocionales dentro de la cultura popular de varias
generaciones; una corona, hay que añadirlo, reservada para muy pocos. El Chapulín Colorado es el ejemplo
representativo de lo que sostiene a programaciones exitosas en la televisión de
frecuencia abierta, se ancló en tradición y se hizo hábito.
No
es extraño que surja la pregunta ¿qué lo hace vigente aún en los tiempos que
corren de voracidad y mayor apertura mediática? La respuesta se puede hallar en
varias aristas. En primera, el factor nostalgia, las raíces emocionales con las
que se relacionan sus personajes con la audiencia; en segunda, el aspecto que
tanto se le ha regateado, Chespirito —el creativo— no sólo supo crear un
lenguaje distintivo de comunicación, sino que también encontró, guste o no, una
dramaturgia televisiva propia, que si bien pudiera pecar de sencilla, revisada
a conciencia en sus mejores momentos, resulta conocedora y hábil en el manejo
del lenguaje televisivo y de los resortes que caracterizan a toda comedia
imperecedera; y en tercera, es en la constitución de sus personajes donde
podemos encontrar una eficaz sustitución del ciudadano ordinario (revísese El
Chavo), que no es otro sino para el que estaba finalmente destinado.
Chespirito
es ante todo, sí un máximo comediante televisivo de su tiempo, pero también un
eficaz comunicador que hasta el colmo del agotamiento explotó su marca
inventiva y una fórmula propia. El inciso que acaso valdría añadir es el de las referencias equiparables no sólo del
pasado sino presentes. ¿Qué programas, qué cómicos, qué escritores, qué
personajes de la actualidad pudieran presentarse como los sucesores de aquella
herencia? ¿Quién o quiénes serán los próximos referentes ineludibles de la
comedia popular televisada, los responsables de la catarsis multitudinaria de
cada semana, no digamos los embajadores de nuestra mexicanidad en el exterior?
Parafraseemos
aquel viejo adagio político que sentencia que “cuando lo presente no supera sus
expectativas, siempre queda la nostalgia por el pasado”. En medio de una
televisión que se resiste a innovar, que se recicla todo el tiempo y que ha
reducido a los escritores al crédito de “adaptadores” de éxitos probados en el
extranjero, quizá podríamos preguntarnos si un Gómez Bolaños, como aquél que en
los cincuenta del siglo pasado se formaba en la fila de aspirantes a
escritores, sería recibido (por no decir promovido) en San Ángel o en el
Ajusco. Entonces sí que cabría invocar aquella frase de “¿Y ahora, quién podrá
ayudarnos?”
1
60 años de historias y estrellas, personajes que han dado vida al canal de las
estrellas, México: Editorial Tvynovelas, 2011.
2
Roberto Gómez Bolaños “Chespirito”, canal Bio, Discovery Networks, 2012.
3
Visita de Chespirito a Chile, TVN, 1977.
4
A inicios de 2012, la COFETEL informó en su Documento de Referencia, que México
suma 10.9 millones de suscriptores de televisión de paga, lo que representa un alcance
de un tercio de la población nacional.
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